miércoles, 10 de marzo de 2010

El sueño de Medea

Medea duerme plácidamente, ocultando en sus cabellos sueños ignorados por la realidad que la rodea. Jasón la mira, la idolatra. Aparta sus rizos de la cara para contemplarla más de cerca, como quien aparta un visillo para observar un espectáculo cristalino tras la ventana. El mar de mis ojos, así la llamaría por siempre, y así le acompañaría en cada batalla. Más fuerte es la guerra al separarle de ella, y más débil se hace el corazón del guerrero. Acaricia su mejilla como si fuese el campo de batalla. Reconoce cada surco de su piel como si él mismo hubiese moldeado esa figura, desnuda, latente, día tras día. Figura con la que él sueña mientras se aleja. Es entonces cuando por fin están unidos, en esos sueños compartidos que hacen a sus almas viajeras del tiempo, y se reencuentran, y se quieren. Y se dispersan. Y quedan en vacío.

Medea despierta con un grito. Siente las sábanas pegadas al sudor de su cuerpo, haciendo de ellas un lindo vestido de raso, en su noche de bodas. Abraza las sábanas fuertemente, intentando hacer un pozo en su pecho, para tapar su corazón herido, pero con dueño. Llora y gime al mismo tiempo. Esta vez la marea alborota sus rizados cabellos, quemándolos con el fuego de su vientre, que enloquece, como volcán en erupción. Saca de la almohada un cuchillo de plata. Se refleja en él, y sonríe. Comienza a cortarse uno a uno cada matojo de su pelo, cayendo a un suelo manchado de sangre. Medea amputó sus sueños antes de dormirse, para que sus senos cayesen en un mar sin horizonte, tiñéndose en el eco de color caoba. El mar de sus ojos se evaporaría, y quedaría impregnado por la aspereza de la piedra pómez.

Tierra roja. Tierra sanguinaria. Tierra consanguinaria.

Tierra abatida donde cae Jasón, en plena lucha. Acuchillado por su enemigo. Y sin esperanza. Sin la existencia de los sueños de su amada. Sin su propia existencia.


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